Pinceladas literarias: “Los días de Adela” de Mijal Mendiuk

Sección a cargo de Valentina Pereyra.

Pinceladas literarias: “Los días de Adela” de Mijal Mendiuk
Pinceladas literarias "Los días de Adela" (foto: Juan Manuel Cortizas)

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un cuento de Mijal Mendiuk.

Para esta semana agradecemos la colaboración de Nahuel Vázquez.

Los días de Adela

La sirena la despierta en la noche del cinco de diciembre. Adela confundida, prende el nebulizador de la mesa de luz. Detrás de una espuma de vapor los números del radio reloj brillan en rojo. Tres cero seis. El gusto salado de la solución fisiológica le deja un resto de mar en la comisura de los labios. Adela cree estar hundida en la arena de Gesell, le molesta el elástico de la bikini negra en los muslos, quiere acomodar las tiras pero en la mano le cuelga un Hawaiian Tropic 4 de zanahoria. Cree escuchar un silbato de churros y el eco de su nombre detrás del viento. Las sombras de los mosquitos son espaldas anchas de hombres que tapan el sol, les cuelgan largas melenas rubias o morochas y aros pequeños de las orejas; Adela siente el ardor de su propio cuerpo. Busca en la reposera a rayas el bolso, enfunda la mano como un guante para recuperar el labial blanco. A los pies la espera una 7UP helada, la cara de Fido Dido se le derrama entre los dedos. Su nombre sigue sonando como un canto.

—¡Má! ¡Maaá! ¡¿Dónde está la toalla?!

—Lu, ya te dije que la agarres.

—Pero dónde está, mamá ¡Mamáaaaaa!

—¡Qué pesado Lucas, agarrala vos y listo! Además yo también estoy mojado…

—A compartir porque otra NO HAY.

—Che má, ¿puedo comprar un pancho?

—No. Ya te dije que no hace cinco minutos, Rami. No cambio de idea tan rápido.

—Mamaaá ¡Ufa tengo frío!

—Lucas en el bolso, mirá bien.

—Pero dale pasame, ¡que mala que sos!

—Lucas estoy en la otra punta, y no me grites que soy mala en el medio del balneario, te lo pido por favor.

—¿Y el pancho?

—No.

—Pero lo pago con mi plata, dale…

—¿Qué plata?

—La que me dió papá

—La que ibas a usar ayer cuando te dije que no a los fichines, la que casi gastas en helado, la de los panqueques del primer día. Rami, la plata es para UNA cosa y yo…

—Es un jueguito nada más. Bueno, agarro la plata y listo.

—Basta Ramiro, NO. Pero ¡POR favor!

—¡Mamaaaá tengo frío!

—Tomá Lucas, y basta de mar que en un rato ya nos vamos.

—Y bueno por eso, si ya nos vamos podemos comer el pancho y después me baño y listo.

—Ramiro NO. Igual te bañás. Y no. No hay centro hoy.

—Pero eso ¿por qué? ¡¿Eh?! Solo porque Lucas te hizo levantar de la silla y ahora te enojaste conmigo, ves… Que nenito. Dame.

—¡¡¡Má!!! Ramiro me sacó la toalla otra vez, ¡¡no se puede!!

—NO es NO. Y vengan que nos sacamos una foto, que no tenemos ninguna en la playa.

—Pero yo tengo frío

—Y yo tengo hambre

—Bueno con cara de tener cosas, vengan ¡¡dale!!

Suena el timbre. Adela logró dormir de cinco a nueve. Después de desayunar, cruzó la casa con los manteles como guirnaldas sobre su cuerpo y vistió la mesa larga del comedor. Eligió los platos lisos y acomodó las copas. Los espera con una fuente de ensalada rusa, dos bandejas de matambre, una línea de tomates rellenos y una torre de panqueques cubierta de hilos de lechuga y mayonesa. Hace tres horas que está poniendo la mesa, lo hace en cuotas, moderando la fuerza, midiendo sus pasos. Los platos del living, los cubiertos de plata, las servilletas de papel con diseño de hojas y en el porta retratos un rezo. Hace todo sin suspirar. “Vos vieras que altos están mis nietos, la mayor ya me pasó, y el menor ahí anda”, le dijo a Carmen en pilates ayer. Y Carmen, que le veía las canas desde arriba, le dijo “La verdad mucho mérito no tienen Adelita, pero igual qué altos están”, y las dos se rieron.

Adela corre el pestillo y una mano inmensa atraviesa el picaporte y la abraza. La cadena queda bailando en el aire. Adela se agarra fuerte del pecho de Santi, le pasa los dedos por la cara, lo mira desde abajo como un objeto no identificado, le palpa el lunar detrás de la oreja, se queda prendida de sus hombros como una alpinista en tierra árida, pero firme. Antes de soltarlo se seca la cara con las manos y le besa la mano.

—¿No es verdad que de todos era a mí al que más esperabas?

—Yo los quiero ver a todos

—Y a todas

—¡Lucila! ¡Estabas escondida! ¿Cuándo viajaste? ¡¿Desde dónde?!

—Llegué ayer.

—No sabía nada, debes estar cansada, pasá, pasá.

—Ay claro, como ella se toma aviones, ahora vale más, pero quién te visita los martes ¿eh?

—Yo los quiero a todos.

—Eso es como no querer a ninguno.

—No digas eso… ¿De tu tío que sabés?

—Que se llama Ramiro y que tiene una casa grande acá a la vuelta, pero le gusta llegar tarde así no se da cuenta que nosotros somos los favoritos.

—Y que los que no ayudan lavan los platos.

Suena un puño breve contra la puerta. Suenan las llaves y la voz ronca de Ramiro. Trae un vino que sirve él mismo. Llena la copa, la deja bailar bajo la luz amarilla, alarga el cuello y toma. Ramiro acaricia la mano de Gustavo y le agradece la cosecha, “Estupendo, como siempre, elegiste lo mejor”. Los platos se llenan de mayonesa, se vacían y vuelven a desbordar; el vino se va vaciando lentamente. Adela se acomoda en la cabecera, tiene los hombros rectos; pero, debajo, ya se desabrochó las tiras de las sandalias; los murmullos de las conversaciones la marean, no logra seguir las charlas, escucha hablar de Rosario, de Madrid, de los pájaros, las aves del sur, los viñedos de Gustavo, la tierra árida de San Juan; se le antoja un dulce lustroso de membrillo, se va descalzando, registra la rugosidad de la madera en la planta de sus pies, mueve los dedos en círculos contra los nudos rocosos y toscos del suelo, los pies desnudos arañan, rasguñan, frotan, las uñas rasgan el parquet. Adela cruza los cubiertos sobre el plato; quisiera un dulce en su boca, quisiera un pedazo de dulce salir de su boca, pero sólo toma un trago del vino, la tierra le raspa la lengua. El trago astringente la deja sedienta y acalorada.

Lucila enciende el ventilador, Adela se disculpa, el aire no puedo, estoy con la garganta irritada. Ya sé abu, no pasa nada, tenías la cara colorada. Debe ser el vino, responde. Cuando todos terminan de comer le insisten, descansá un rato, sentate más cómoda, aflojate en el sillón un poco. Adela siente que el piso se derrumba, necesita cerrar los ojos. Se acomoda frente al ventilador, siente un mareo dulce como una barca abandonada; naufraga abrazada al ritmo del aire fresco.

—Mamáaa. Si podrías, ¿qué animal te gustaría adoptar?

—Si PUDIERA adoptar un animal, adoptaría uno que ya venga con la escolaridad rendida, con certificado y cuotas al día. Te digo más, Lucas, te digo más…

—Má… ¿No podés decirme un animal?

—Mmm… Me gustaría adoptar un animal bien chico, pero bien astuto y un poco cariñoso a la vez. Como una mezcla de… gato libre y limpio, con un perro caniche no ladrante, pero con alas de cotorra, que haga algún que otro sonido, quizás que maúlle tipo risa o que cotorree, pero solo lo justo. IDEAL, que sea dormilón, tampoco estoy hablando de una morsa o una tortuga hibernante. No. Yo digo que no moleste antes del mediodía en invierno, y en verano…

—No... ¡No vale que te lo inventes! Ese es uno que no existe mezclado con tres. ¡No, no es así! Yo te digo uno REAL, real. Así como los que ves ¡de la vida misma!

—Yo lo veo muy real a mi animalito, ya tiene nombre, ¡Y APODO! Le puse Casidoro, pero le vamos a decir CASI.

—NO. Eso es trampa, no valeee yo decía uno ¡CON PELO VERDADERO!

—Le pongo pelo, ya mismo. Facilísimo. Tengo para ofrecerle un catálogo que va del blanco beige caramelo hasta el gris melange o negro azabache. Usted lo puede pedir, o bien puro y liso (no se lo recomiendo además de ser aburridísimo es medio artificial) …

—Máaaa

—Le digo, en cambio es muy bien recibido un pelaje de manchas, degradé, o el que se lleva poco de mi tienda de imaginación y es, pero de lo más comunacho, es el pelaje con una pata desentonada o una oreja caprichosa, o con pelos que cerca del cuero son oscuros y en el largo se decoloran. Usted, señor cliente ¿qué colores lo estaba imaginando? Visualice. Cierre los ojos. Digame con certeza ¿De qué color es la cereza?

—Máaa

—Diga sin temor, no hay respuestas correctas.

—Ay mamiii, ¡yo quiero un PE RRO!

—¿Lo está usted viendo ahora mismo?

—Marrón.

—Marrón, entonces. Es suyo por el módico precio de un abrazo, le sugiero abrir los ojos para no chocarse con esa ola, que está por desbaratar las tres torres sin soldados que construyó sobre mis uñas recién pintadas.

—Maaá

—No tema, si lo imaginó REAL REAL, volverá a usted tan pronto como cierre los ojos nuevamente.

—Má, ¿por qué siempre tengo que cerrar los ojos para todo lo que quiero?

Adela siente el crujir de la madera en el talón. Ya no corre agua de la canilla, los platos bailan y se van guardando en la cocina. Las voces de Santi y Lucila le llegan hasta el sillón como un grupo de ángeles contra el viento; le retumban los verbos, el viejo, ese día, la playa, las fotos en La Tres, los panqueques, los churros a las cinco, las marcas de sol con los anteojos de plástico tatuados en la cara. Santi se ríe, se ríe Lucila un poco más tarde. Se ríen de nuevo pero como un eco. Se desinflan. Después suspiran. Toda la casa se llena de suspiros. Adela también suspira, hondo, profundo, se roba el aire de todos, se saca el aire entre los dientes, reparte el peso de ese aliento en sus rodillas, las balancea, las despierta, las abanica, las deja caer.

Se acercan pesados los pies de Ramiro, lo siente rumiar cerca suyo antes de abrir los ojos, llega primero el olor a vino y el perfume intenso; después llegan sus manos acariciándole el cuello. Ramiro está parado detrás del sillón. Es una sombra que la alumbra. Tiene, lo sabe, las manos escondidas en los bolsillos del jean. Tiene, lo imagina, la cara hundida en la vela blanca.

—Rami, ¿estás bien?

—¿Cuántos años van ya?

— Dieciséis

—¿Todavía lo escuchas?

—Todos los días, Rami. Todos los días.

Sobre la autora

Mijal Mendiuk nació en Buenos Aires. Es licenciada y profesora en Ciencias de la Comunicación.

Se sumó, hace dos años, al taller de escritura Claraboya que coordina Nahuel Vázquez. Actualmente, es alumna de Artes de la Escritura en la UNA.

De las historias me gusta el tono, el placer de estrujar adjetivos, la necesidad imperiosa de hacer algo similar al nudo en el medio de la R" - comentó para esta sección.